domingo, 10 de febrero de 2013

¿Cómo se viajaba hacia Mendoza en 1834? (I)

Hemos estado muy sedentarios en El Baúl las últimas ediciones. Por esto, y aprovechando el tiempo de vacaciones, iniciamos un viaje interesante, algo así como turismo aventura en el tiempo y en el espacio: vivenciemos cómo era desplazarse en nuestro país en la primera mitad del siglo XIX. Propuesta de difícil paseo que le debemos a un mundano viajero de origen italiano quien con su mirada centroeuropea intentó dar cuenta de este mundo nuevo, raro y bárbaro. Se ha respetado al máximo la ortografía de la fuente, salvo en erratas flagrantes, y se han acotado algunas observaciones tratando de remitir al presente.
Eduardo Paganini

Gaetano Osculati

Mendoza
Después de una estada de dos meses en Buenos Ayres me preparé para partir hacia Mendoza, ciudad del interior, al pie de los Andes. Al precio de 70 columnarias alquilé al encargado de la caravana, las cabalgaduras, un carro y la provisión de carne fresca para todo el viaje. En camino a lo largo del Plata, llegamos después de cinco millas a Flores (1), admirando las amenas quintas y sobre todo aquélla del general Rosas. En aquellos parajes son bastante numerosas ciertas empalizadas llamadas mataderos dentro de las que se reúne el ganado que se quiere faenar en el día. Numerosos gauchos a caballo, con una pica en el puño, cuyo hierro tiene la forma de una media luna muy filosa esperan en la puerta a que salgan un igual número de bueyes; cada gaucho sigue a toda carrera uno de esos salvajes animales, y lo desjarreta, luego, ya en el suelo lo degüella, lo cuerea, tira la cabeza y los huesos. Coloca el sebo y la grasa en un cuero de cordero que al punto lleva a la estancia y transporta después la carne que se sala o que, —cortada en grandes lonjas— se seca. Sacrificada una tropa, se va retirando otra de la empalizada y la tarea continúa durante varias semanas hasta que todas hayan sido faenadas.
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En la proximidad del puente de Marques (2), hay buenos cultivos, de cereales, tabaco, plantas aromáticas y medicinales, como la cetracca , la cancialagua , la doradilla (3). Las orillas de arroyos y estanques están pobladas principalmente de dos especies de pita o aloe (4), una frondosa y de delgado tronco, la otra de menor follaje pero de tronco más recio; los indios sacan de ambas fibra con la que tejen redes, incorruptibles en el agua. A escasas cinco leguas de Buenos Ayres, suceden pronto a los campos, terrenos incultos y sin árboles; vienen luego archillas rojizas, llenas de cardos de hoja pequeña y espinas muy agudas, así como da visnuegas (5), especie de zanahoria silvestre. Ya en la parada anterior se habían faenado dos bueyes, y después de recibir los viajeros la mejor parte, es decir el pecho, llamada mata-hambre, se había distribuido a cada carrero, según se acostumbra, una ración para dos días (6).

El camino, a cada paso, era quebrado por las profundas y anchas cuevas de los zorros, de las vizcachas y de las iguanas. La vizcacha cava numerosas cuevas en distintos lugares y con muchas salidas, trabajando con suma celeridad. Es de tamaño de una liebre, con la cabeza más voluminosa, ojos grandes, pelo ralo, gris sobre el lomo y blancuzco en el vientre; es nocturna pero herbívora y su fácil cacería nos deparó un pasatiempo, pese a que su carne no sea buena. La iguana es un lagarto de uno a dos brazos de largo, de color amarillo-verdoso, de piel rugosa y escamosa y que corre a ras del agua casi tan rápidamente como sobre el suelo. Los indios hacen anillos para las manos y los pies con las escamas de su larga cola, y en el caso de afecciones sifilíticas, a más de alimentarse de su carne, creen útil fabricarse con su piel unas pequeñas botas (*).

Dos días después llegamos a Lucano (7), gran centro sobre el límite del territorio, donde el gobierno tiene presidio y cobra peaje; de ahí en otros tres días más, a Pergamino, sobre un pintoresco altiplano cubierto de grandes pasturas y cruzado por arroyos. Mas las casas son techadas con cueros o tejidas de cañas o de paja ligada con barro, y los habitantes, bastante miserables, viven meses enteros solamente de carne, sin probar el pan. Aquí permanecimos dos días a la espera de que bajara de las pasturas otra boyada que reemplazara a los animales que tiraban nuestras carretas.

Entramos entonces en las desoladas regiones llamadas Pampas, todavía infestadas de Indios salvajes. En el campo uliginoso cubierto de cañas y de tocones veíamos correr muchos ñandúes o avestruces, bastantes más chicos de los que había visto en África; inútilmente intentamos darles alcance, conformándonos con recoger entre el pasto sus huevos que son bastante ricos. Los terrenos bajos y anegadizos están diseminados de hormigueros, en forma de cúmulos de tierra, de un metro de altura y muy cercanos los unos a los otros; entre ellos, con frecuencia ronda el armadillo , cuadrúpedo de caparazón escamoso, y que pese a que se alimente de hormigas tiene buena carne muy apreciada por los Indios. La vegetación es baja y poco variada: el único arbusto que se divisa de cuando en cuando es una especie de acacia; de ahí que los conductores de las caravanas prendan fuego a menudo al pasto reseco para que éste vuelva a crecer, suministrando alimento a los animales a lo largo del camino. Para nosotros también, aquella quemazón constituía un entretenimiento, pero si no se cuida luego de detener las llamas, el fuego se propaga de uno a otro campo, hasta muchas millas de distancia, ardiendo durante varios días.

La parada diaria tenía lugar siempre a orillas de algún bañado; los bueyes ya sueltos, pastaban libremente, vigilados por dos hombres a caballo que de cuando en cuando los arreaban. Las mujeres de los conductores iban en procura de leña para preparar el asado, que según la costumbre, se hace tostando la carne rociada únicamente con algo de sal; luego, todos se sentaban en círculo, tomaban una porción, la llevaban a la boca e hincándole los dientes cortaban un trozo con su afiliado cuchillo. Llegado el momento de la partida los peones corrían a enlazar los bueyes y los uncían al yugo, y las carretas arrancaban al punto, al dar la señal los exploradores que habían salido de avanzada. A 50 millas de Pergamino vadeamos el Saladillo de Ruiz Díaz (8), sito en una landa salina de cuyas aguas estancadas se extrae gran cantidad de sulfato de magnesia.

Después de andar 15 leguas acampamos, al ponerse el sol, bajo el fuerte de Melinqué en el cual, al enterarse de la presencia de un crecido número de indios en la cercanía, se habían refugiado todos los habitantes de aquella población. En vista de ello nosotros también nos preparamos para la defensa, disponiendo en cuadro nuestras carretas cerca del fuerte y permaneciendo alerta toda la noche. Suelen aquellos salvajes acercarse a los lugares habitados y a las caravanas, dejando a alguna distancia las mujeres, los niños y los caballos, y procediendo cautelosos para espiar las fuerzas del enemigo y la manera de sorprenderlo, vuelven luego a dar cuenta al Cacique . Montados a caballo y armados únicamente de lanzas inician entonces el asalto incendiándolo todo, exterminando a los hombres y llevándose con el botín las mujeres y los niños. En nuestra caravana, precisamente, había una jovencita que había sido una vez raptada por ellos y retenida cinco años en cautiverio; rescatada, había sido confiada a nuestro capataz por el gobernador de Buenos Ayres (9) para que la devolviera a sus padres, en San Luis. Otras veces, el viaje era tan peligroso que las caravanas llevaban consigo una escolta de soldados y un cañón. Aquellos salvajes llevan una larga melena, con un aro de avestruz o de flamenco; algunos andan todos desnudos, otros se ciñen la cintura con el taparavo [sic] y los hay que llevan pantalón corto. El fuerte de Melinqué surge sobre una altura, es bastante amplio y contiene gran número de celdas, pero está defendido solamente por cuatro cañones en mal estado. El comandante, que nos retuvo dos días, quería demorar más tiempo nuestra partida para estafarnos con el juego de los dados que eran cargados, tal como más tarde nos lo contaron otras personas que habían sido engañadas con anterioridad. Es ésta la miserable y bárbara civilización que disputa esa tierra a los salvajes (10).

Molestados por nubes de hormigas voladoras llegamos después de recorrer otras veinte millas al límite del territorio de Córdoba, cerca de la Guardia de la Esquina (11), situada en la jurisdicción de S. Fé [sic]. Aquellos habitantes están reñidos con toda tarea que no pueda cumplirse a caballo y se dedican solamente a cazar avestruces. En Punta del Sauce (12), distante unas 10 leguas, hay un alcalde y una aduana, allí puede el viajero aprovisionarse de vino, de aguardiente y de algún alimento, pero no de pan. Pasamos una noche a orillas del Río Tercero para aliviar a los animales antes de vadear aquella rápida corriente y mientras tanto cacé una chinchilla (**), animal de finísimo pelo con una cola en forma de penacho, no mayor de un gato, pero que cuando es perseguido se defiende eficazmente arqueando el lomo, hinchándose y arrojando una orina tan fétida y repugnante que atonta a los hombres y a los perros, de tal suerte que casi siempre logra ponerse a salvo. Los indios secan su hígado que reputan buen remedio para las enfermedades del cutis.

Cruzado el río dejamos a la caravana y con la escolta de un guía y con sostenido trote fuimos a pasar una deliciosa noche a Río Cuarto, que tiene un gobernador y una guarnición de trescientos lanceros. Aquí, entre otras atenciones, organizaron un baile para nosotros en el que las damas americanas hicieron gala de sus trajes, de alhajas y de plumas. De retorno a la caravana y después de andar 13 leguas llegamos a Las Achiras, hilera de casas sobre la margen derecha del río, sombreada por algarrobos y defendida por un fuerte con cincuenta soldados. Las cercanías son infestadas por el puma, especie de león más chico que el africano y carente de melena y que fácilmente se amansa cuando es capturado cachorro. Vimos dos de éstos que vagando libremente corrían al llamado de su dueño y no mostraban miedo alguno al resonar el estampido de un fusil. De Achiras se llega a Punilla (13), distante ocho leguas, sita en el territorio de S. Luis y que los salvajes habían destruido meses antes; sólo queda una casa rodeada de altas plantas, con un oratorio y un jardín. Alcanzamos después Portezuelo (14) y luego el Moro (***) al pie del monte del mismo nombre; esta población contaba dos mil habitantes, asesinados en 1825 por los salvajes Pulches (15) y Charrúas que se llevaron mujeres y animales y que utilizaron ese lugar como centro de sus atroces expediciones a los territorios de S. Luis, S. Fé, Córdoba y Mendoza. Por esa razón fue menester construir allí un fuerte con una dotación de trescientos jinetes. Ese recorrido nos tomó cuatro días de camino. Una furiosa granizada que nos acometió, espantó a tal punto a los rebeldes animales, que hubo que soltarlos y dejarlos huir, mientras permanecíamos por más de dos horas acurrucados dentro de las carretas, algunas de las cuales volcó el vendaval. Así festejamos la Navidad.
Al día siguiente avanzamos con precaución porque se dio aviso de peligro y los exploradores nos precedían munidos de largos anteojos, para descubrir si a lo lejos se levantaba alguna polvareda. Sin embargo, llegamos tranquilamente al cerro de los Loros , donde, en efecto, capturamos a muchos de éstos. Son de color cerúleo oscuro, con larga cola y nidifican en la roca, taladrándola con sumo esfuerzo; bien sabrosa nos resultó la carne de sus pichones (****). Mientras tanto se nos comunicó que a orillas de un estanque habían sido descubiertas las huellas de una manada de caballos: de ahí que, por temor a un ataque nocturno, dispusimos las carretas en cuadro, atándolas sólidamente entre sí, reunimos a los animales y cuidamos de no encender fuegos o lumbres que pudieran delatarnos a los salvajes.

Al anochecer del día siguiente llegamos a Río Quinto, cuyas orillas estaban diseminadas de tugurios y de ranchos abandonados. Fuimos despertados al alba por los gritos de nuestros exploradores que habían divisado una turba de salvajes corriendo hacia nosotros. Apenas tuvimos tiempo de encerrar nuestra tropa entre la orilla del río y el semicírculo de las carretas y de cobijar en éstas a las mujeres y a los conductores, exhortándolos a permanecer quietos y a usar las picas y las picanas en el caso de que los caballos enemigos se acercaran y amagaran saltar las vallas. En ese momento los bárbaros llegaron ah alcance de las escopetas y un inglés que fuera capitán en la compañía de las Indias asumió la dirección de nuestra defensa. Los enemigos eran numerosos, todos a caballo, la mayoría desnudos, con larga melena, armados de descomunales lanzas, de boleadoras, de lazos y de palos con punta de hierro. Detrás de ellos avanzaba una turba de mujeres con las carpas y los niños. Comenzaron el ataque con gran griterío, matizando su voz con la palma de una mano, mientras que con la otra sacudían la lanza; al ver que no tenían armas de fuego, nos sentíamos seguros e imitábamos sus gritos y sus ademanes amenazadores, de tal suerte que fingiendo renunciar al asalto, se marcharon hacia la dirección contraria a nuestro camino. Enviamos detrás de ellos algunos exploradores, cuidando sin embargo de no abandonar nuestra posición y dejando solamente que los caballos pudieran abrevar y pastar en los alrededores. En efecto, la horda enemiga volvió a aparecer al poco rato, mató a uno de los exploradores, e incendiando el pasto y los arbustos se retiró a la espera de que las llamas nos hubieran desalojado. Soplaba un viento recio y fue menester que algunos de nosotros, con grave peligro, salieran a cortar y apartar el pasto al pie de las carretas. Apareció entonces a lo lejos otra manada de caballos que tomamos por otro grupo de enemigos; pero al ver que éstos huían apresuradamente nos dimos cuenta de que era un escuadrón de lanceros quienes en aquel páramo seguían los desplazamientos de los salvajes. Su comandante se acercó a nuestro grupo, cambió algunas palabras y volvió a perseguirlos. Nos pusimos nuevamente en marcha después de dar sepultura al pobre peón que los bárbaros habían matado y que hallamos desnudo y sin cuero cabelludo. Colocamos una cruz sobre su fosa y a unos pocos pasos de allí colgamos de un árbol y por el cuello los cadáveres de dos salvajes que habían quedado en el terreno; uno de éstos era un joven de buen físico, pero el otro era un hórrido ser, su largo cabello negro e hirsuto estaba atado con una piola.

A nuestra derecha veíamos perfilarse las sierras que del Moro se extienden hasta la punta de S. Luis, y apresurando la marcha aun durante la noche, alcanzamos esa ciudad la mañana del día 29. Los habitantes concurrieron numerosos, felicitándonos por habernos salvado de los bárbaros quienes en esos días habían exterminado a una caravana entera y atacado también a esa ciudad. Por esa razón el gobernador había enviado en nuestro auxilio 150 lanceros, provistos de carabinas y de buenos caballos, encomendándoles fusilar sobre la marcha a cuanto bárbaro pudieran prender, sin respetar mujeres y niños.

(1) Indudable referencia al actual Barrio de Flores, actualmente en la misma Ciudad Autónoma de Buenos Aires, pero erigida como localidad independiente en ese entonces.
(2) Evidente referencia al Puente de Márquez, que cruzaba el actual Río Reconquista, en ese entonces Río de las Conchas, a la altura de lo que es hoy la autopista Gaona, en el nuevo trazado de la Ruta Nacional Nº 7. Era un recorrido alternativo del vado que se hallaba más al sur, conocido como Paso del Rey. Lamentablemente, una combinación de prepotencia empresarial y de negligencia gubernamental posibilitaron que promediando la década del ’90 fuera derrumbado, a pesar de que había sido declarado Monumento Histórico Nacional.
(3) Lamentablemente la limitación léxica del viajero impide la precisión en algunas denominaciones. en este caso la única hierba reconocible es la canchalagua (familia Gencianácea), para las otras dos (cetracca y doradilla) utiliza términos usuales en italiano para designar el helecho culantrillo, con el agravante de que aparecen –en clasificaciones científicas- como sinónimos entre sí. De todos modos, no debe extrañarnos que el ojo europeo bautizara con sus propias palabras aquello que en el nuevo mundo lo desbordara en conocimientos provocando las confusiones del caso.
(4) Si bien el aloe y la pita son plantas diferentes parecería que en la época era una confusión común y aceptada aún por la ciencia.
(5) Estrictamente se refiere a la bisnaga o biznaga, que efectivamente es una zanahoria silvestre.
(6) Esta referencia al matambre y la anterior descripción de las faenas de carnicería poseen una notable coincidencia con la descripción que Echeverría hace en El matadero.
(7) Debe ser seguramente otra denominación desacertada: el fuerte de Nuestra Señora de Luján, a 60 km al oeste de la ciudad de Buenos Aires, y en el Camino Real.
(8) Aquí se fundó una villa de paso, cruce hacia el Norte o hacia el Oeste del país para las caravanas, que con el tiempo y dada la frecuencia de uso creció en importancia. Dista 535 km desde Buenos Aires. Es mencionada en las obras de Concolorcorvo (1773/6; El lazarillo de ciegos caminantes desde Buenos Aires, hasta Lima con sus itinerarios según la más puntual observación, con…) y en Pedro de Angelis (1837; Colección de obras y documentos…)
(9) La mención hace referencia a Juan José Viamonte o bien a Manuel Vicente Maza que gobernaron sucesivamente hasta y desde el 27/06/1834.
(10) Interesante circunstancia histórica, que lamentablemente no fue reelaborada por nuestra rica picaresca nacional.
(11) Referencia al Fortín o Fuerte Guardia de la Esquina, que en 1726 tomó ese nombre, montándose sobre el paraje “La Orqueta”, creado en 1689. A 104 km de Rosario, se halla en la margen sur del Río Carcarañá.
(12) Hoy, ciudad de La Carlota, Córdoba, sobre la Ruta Nacional Nº 8.
(13) Ambas localidades, conservan hoy esas denominaciones y se hallan al sur de la cadena de los Comechingones, una en Córdoba, la otra en San Luis.
(14) Este Portezuelo no coincide con ninguna población actual de la provincia de San Luis, por lo que se debe sospechar que se refiere a algún paso de acceso en esta zona volcánica.
(15) A pesar de la tentación de señalar otro error lingüístico del autor (por puelche), se debe mencionar que la palabra “pulche” consta en La Araucana de Alonso de Ercilla y Zúñiga, edición de 1733; en Cartas edificantes y curiosas: escritas de las missiones estrangeras por algunos missioneros de la Compania de Jesus, Volumen 5; también la registra Antonio de Alicedo en su Diccionario geográfico-histórico de las Indias occidentales o América (Madrid, 1786-1789) definiendo: “Puelches: nación bárbara de indios del Reino de Chile a Levante de la ciudad de Villarica [sic], habita en los bosques, al pie de las montañas de los Andes, y se mantiene de la caza”; finalmente Manuel Antonio Arango en su Aporte léxico de las lenguas indígenas al español de América (Puvill Libros, 1995, Universidad de California) afirma: “3. Araucano: Los araucanos son los aborígenes de Chile, quienes llamábanse ellos mismos aucas, moluches o chilidugus. Dividíanse en pihuancbes o pulches; eran peheuenches, a los cuales pertenecen los aucas o moluches y en hiliches”.

(*) N. d. T.: véase y. Martin de Moussy: Description Géographique et statistique de la
Conféderation Argentine
, t. 2, pág. 43, Paris 1860. [todas las notas al pie constan en el original]
(**) N. d. T.: Lapsus, es un zorrillo.
(***) N. d. T.: San José del Morro.
(****)N. d. T.: Debe tratarse del Loro “barranquero” (Cyanoliseus patagonus, Vieilot ).


Baulero: Eduardo Paganini

Buenos Aires, San Luis y Mendoza visto por un viajero italiano en 1834 , en Revista de la Junta de Estudios Históricos de Mendoza, Segunda Época, Nº 11, Primer Tomo, Mendoza, 1987. Traducción del italiano por el Dr. Jorge Grünwaldt Ramasso.

La Quinta Pata

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