domingo, 21 de diciembre de 2014

Ni un paso atrás

Ricardo Nasif*

El 24 de marzo de 2004 el Presidente argentino y Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, Néstor Kirchner, le ordenó al Jefe del Ejército Roberto Bendini que procediera a retirar los retratos de los genocidas Reynaldo Bignone y Jorge Videla aún colgados en una sala de honor del Colegio Militar. Allí, ante veintisiete generales, cinco coroneles mayores y todos los cadetes del colegio, dijo Kirchner: ”…No hay nada que pueda habilitar el terrorismo de Estado y menos en las Fuerzas Armadas que deben ser el brazo armado del pueblo.”

El mismo 24 de marzo, en la ex Escuela de Mecánica de la Armada -el más grande centro clandestino de detención de la última dictadura cívico-militar-, el Presidente pronunció un conmovedor discurso en el que pidió perdón, en nombre del Estado nacional, “por la vergüenza de haber callado durante 20 años de democracia por tantas atrocidades” y afirmó: “…Este paso que estamos dando hoy, no es un paso que deba ser llevado adelante por las corporaciones tradicionales que por allí vienen especulando mucho más en el resultado electoral o en el qué dirán que en defender la conciencia y lo que pensaban o deberían haber pensado”.

Decía Perón en 1971, parafraseando a Mao Tsé-Tung, que “lo primero que el hombre ha de discernir cuando conduce es establecer claramente cuáles son sus amigos y cuáles sus enemigos". Kirchner lo sabía. Para dar ese “paso” de institucionalización de Memoria, Verdad y Justicia podía contar en su vereda con las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, ex secuestrados por razones políticas, familiares e hijos de desaparecidos, diversos organismos de derechos humanos, sociales y estudiantiles y algunos dirigentes políticos y sindicales del llamado progresismo o, si se quiere, del desmembrado movimiento nacional y popular. En la vereda de los enemigos, las “corporaciones tradicionales”: el poder económico concentrado, los medios de comunicación dominantes, el Congreso, los gobernadores provinciales, la corporación judicial, las fuerzas armadas, la jerarquía de la Iglesia Católica y gran parte de la dirigencia de los partidos políticos y sindicatos tradicionales. En la avenida del medio: la indiferencia de parte significativa de la sociedad.

Para medir la dimensión histórica de un líder es frecuente que los historiadores se trencen en la discusión sobre las dichosas condiciones subjetivas y objetivas que condicionan los procesos de transformación social. Kirchner -quién había llegado con el 22% de los votos a la presidencia- la emprendía con fuerte viento en contra.

Bastan como botones de muestra algunos recortes de los diarios más vendidos de la Argentina para tener algunas pistas sobre el “pensamiento de la época”, que no es más que la opinión publicada por esas corporaciones advertidas en el discurso del Presidente. La Nación y Clarín, principales voceros del establishment, intentaron marcarle la chancha con sus habituales apelaciones tufientas a los dos demonios y la impunidad. La Nación, 25 de marzo: “…Es necesario que la sociedad argentina supere los enfrentamientos del pasado y acepte marchar con paso firme hacia la pacificación nacional. La memoria no puede ser hemipléjica o unilateral. Debemos condenar toda la violencia sin excepción, cualquiera haya sido su motivación ideológica o política (…) ¿Por qué los argentinos nos obstinamos en seguir alentando nuestras divisiones y seguimos siendo prisioneros del pasado?” Clarín, 25 de marzo: “La historia no se acopla y adapta a los diagramas de la geometría política. Los hechos no son de izquierda, de centro o de derecha. La memoria es de todos”.

En igual sentido, dos días antes, el obispo castrense de la Iglesia Católica, Antonio Baseotto, había instado a dar otro paso -distinto al propuesto por Kirchner- hacia la reconciliación nacional, como presupuesto para “la paz verdadera y un seguro punto de apoyo para la justicia social y el genuino desarrollo de todos los hombres”. Léase: más impunidad.

El mismo 24 de marzo los gobernadores justicialistas Felipe Solá (Buenos Aires), Jorge Obeid (Santa Fe), José Manuel de la Sota (Córdoba), Jorge Busti (Entre Ríos) y Carlos Verna (La Pampa), supuestamente molestos con opiniones de Hebe de Bonafini, publicaron en los diarios una solicitada explicando sus ausencias al acto de la ESMA. Se consideraron víctimas de discriminación ideológica y se reconocieron como parte de “...un movimiento popular, humanista y cristiano que reivindica toda la memoria, y no solo una parte de ella”. Casi en el mismo tono que La Nación y Clarín.

Finalmente, fueron al acto el Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Aníbal Ibarra y sólo los gobernadores de Santa Cruz, Sergio Acevedo; de Misiones, Carlos Rovira y de Mendoza, Julio Cobos.

También el 24 de marzo la Cámara de Diputados no pudo iniciar la discusión de un proyecto de ley impulsado por Margarita Stolbizer y Patricia Walsh para anular los decretos de indultos de Carlos Menem. Con una manganeta reglamentaria el entonces presidente de la Cámara Eduardo Camaño obturó el comienzo de la sesión y no se privó de dar definiciones ideológicas al respecto: “…soy presidente de la Cámara y peronista. (…) No me pidan que trabaje para Izquierda Unida. (…) Yo anoche hice un minuto de silencio y canté el Himno Nacional”.

Dos días después, gran parte del Congreso Nacional Justicialista -el partido del Presidente- abucheó a Cristina Fernández de Kirchner. “No es la primera vez que no me dejan hablar, pero quizá sea la última vez que nos encontremos”, dijo la entonces senadora nacional. Traidores e infiltrados fueron los insultos preferidos por las barras ortodoxas.

A contracorriente, Néstor Kirchner y sus aliados se animaron a dar ese primer gran paso.

Hoy, a diez años de aquel histórico 24 de marzo, la manida correlación de fuerzas evidentemente ha cambiado. La vereda de este lado cada día es más ancha. Mala noticia para los que, especulando con un resultado electoral, insisten con la impunidad, escondida en la absurda propuesta del fin de la etapa de los derechos humanos.

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La Quinta Pata

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