domingo, 1 de marzo de 2015

ConSumo Cuidado

Ricardo Nasif*

Parafraseando la Marzúrquica Modérnica de Violeta Parra podría detenerme a preguntar si peligrósicas para las másicas son las pregúnticas agitadóricas, pero prefiero no detenerme y avanzar con los interrogantes que nadie se hace, aunque parezcan tan infantílicos. Y no soy economistas pero, qué tanto, también tengo preguntas económicas: ¿Los recursos son escasos? ¿Las necesidades son infinitas? ¿Cuánto dinero hace falta para terminar con el hambre en el mundo? ¿Cuánta plata necesitamos para alimentar a todas las mascotas del sistema solar? ¿A cuántos salarios mínimos equivale un vestido de alta costura? ¿Qué porcentaje del PBI habría que destinar para calmar las frustraciones de la clase media?

Lamentablemente, a diferencia de los economistas, no tengo respuestas ni vaticinios improbables, sino más preguntas o afirmaciones categóricas con signos de interrogación.

Infinidad de manuales clásicos de introducción a la economía dicen que ésta es una ciencia que estudia como las sociedades atienden con recursos escasos las necesidades ilimitadas de sus miembros. No me queda del todo claro entonces si la economía estudia como las sociedades hacen magia o da por sentado, de entrada, que los bienes y servicios nunca van a alcanzar para todos, ni siquiera para los deseos interminables de unos pocos.

Hay infinidad de recursos que no se renuevan, que se van acabando, que los vamos gastando, eso es razonable. Ahora, me permito dudar de la infinitud de las necesidades reales. Hay una determinada cantidad de necesidades básicas para una vida digna: comida, vestimenta, vivienda, agua potable, servicios sanitarios, energía eléctrica, gas, salud, educación, transporte… y la lista puede ser un tanto más larga, aunque me tinca que nunca indefinida. Sí hay un largo listado, ese sí en las fronteras inabarcables del deseo, la codicia, la ostentación, el lujo, el status o el tamaño del vacío existencial. A esas necesidades: ¿hay con qué darle?

Pensemos en la alimentación, la más primaria de las necesidades materiales. Según el Doctor en Economía argentino Bernardo Kliksberg, en 2013 se estimaba que la población total del planeta era de 7.200 millones de personas y que producíamos alimentos para 9.000 millones. O sea que, si lo repartíamos más o menos equitativamente, alcanzaba de sobra para todos. Entonces ¿por qué uno de cada ocho habitantes del planeta se iba a dormir con hambre todas las noches?, ¿por qué unas 24 mil personas mueren de hambre por día? ¿Lo que mata es la escasez o la consagración de la desigualdad?

Resultará una obviedad decir que en una sociedad capitalista muchos pasan hambre porque no tienen plata para comprar alimentos. De acuerdo con Kliksberg no hace falta tanto: “dar a un niño una taza con los micronutrientes que necesita cuesta sólo 25 centavos de dólar diario. Ello significa 91 dólares anuales”, –equivalente a unos $1.000 en la Argentina de hoy-. Según un estudio de una consultora privada publicado este año, los argentinos gastamos $700 anuales promedio por hogar en alimentar nuestras mascotas, sin contar los gastos en juguetes, ropa, accesorios, bombones, colchones, salvavidas y hasta vestidos de novia y frac para perros y gatos. ¿Será más o menos lo que le damos a los pibes con hambre que nos golpean las puertas de nuestras casas? -Ojo que hablamos de alimento y no de cariño o respeto, si no la cuenta sería más difícil-.

En los países llamados centrales la situación es mucho más inmoral todavía. Un estudio de la ONU de 1998 mostró que la población de Estados Unidos y Europa gastó 17.000 millones de dólares anuales en alimentos para perros. Con un par de miles de millones más se podría haber eliminado el hambre y la desnutrición en el mundo. Entonces, ¿por qué mueren unos 18 mil niños de hambre por día? ¿Es entonces el hambre producto de la escasez o de la falta de solidaridad y justicia social?

Los trabajadores sabemos mejor que nadie que sin un sueldo digno no hay manera de satisfacer las necesidades básicas. Justamente el Salario Mínimo Vital y Móvil debería garantizar alimentación adecuada, vivienda digna, educación, vestuario, asistencia sanitaria, transporte y esparcimiento, vacaciones y previsión. Actualmente en la Argentina ese Salario es de $4.400. Hay quienes perciben ese monto, otros que están por debajo y otros por arriba. Hay quienes viven, quienes sobreviven y quienes superviven.

Dentro de este último grupo hay un sector que se autopercibe como parte del jamón crudo del sánguche. Una especie de aristocracia proletaria junto a trabajadores autónomos, comerciantes, profesionales, pequeños y medianos empresarios, rentistas, explotadores laborales, nuevos agraciados de dudosos ingresos, etc. Son los que dicen pagar sus impuestos, a los que nunca les alcanzaría la acumulación de decenas de ingresos per cápita en sí mismos para tener la vida que, según sus propios parámetros, se merecen. Los convencidos de sus extraordinarias capacidades de sus esfuerzos individuales. Son los que, habiendo cubierto las necesidades básicas, no encuentran techo para satisfacer los ilimitados deseos que deben cubrir con recursos siempre escasos por culpa de los malos gobiernos. Son los que pueden gastar un Salario Mínimo Vital y Móvil por fin de semana largo –con o sin feriado puente-, las que pueden ahorrar diez Salarios para irse de vacaciones, a los que le falta aún diez Salarios más para cambiar el auto por una 4x4, los que gastan varios Salarios anuales para mantener su condición de clientes de la trata sexual o las que destinan dos Salarios Mínimo Vital y Móvil para un vestido de alta costura para el cumpleaños de quince de sus hijas y se quejan por la inflación del tomate o por “lo caro que sale blanquear a la doméstica”.

Son de los más encendidos detractores de un gobierno que asegura las bases de su propio progreso. Son una parte importante de los silenciosos de la última marcha de la bronca bajo el paragua.

En los últimos años hemos recuperado en la Argentina algunas líneas centrales del modelo de bienestar de los mejores años del siglo pasado. A lo Perón –o a lo Keynes si se quiere- se retomaron resortes básicos de intervención del Estado en la economía que nos permitieron salir del subsuelo del infierno. Uno de los motores de esa recuperación fue y sigue siendo la promoción del consumo, esa especie de fuerza que empuja el círculo virtuoso de la producción, la industrialización y el comercio.

Millones de postergados hoy consumen, gracias a nuevos empleos, mejores salarios, nuevas jubilaciones y políticas sociales indispensables. Creció el consumo de alimentos, por ejemplo, pero también aumentó la demanda de bienes y servicios ilimitados tan superfluos y frívolos como innecesarios y siempre insuficientes para los deseos de los de mayores ingresos y que son además alimento de la frustración de quienes aún no sienten el privilegio de pertenecer a un estilo de vida que les resulta esquivo.

Hay una burguesía insaciable que la hizo en pala y un sector clasemediero que no ha encontrado -ni encontrará nunca- los límites de su merecido bienestar. Mientras tanto, miles de familias sobreviven sin salario ni mínimo, ni vital, ni móvil, sin vivienda digna, sin servicios esenciales, con hambre. ¿Será que en ellos estamos pensando cuando hablamos de profundizar el modelo o nos dejamos copar la parada por los panza llena de las necesidades insatisfechas?

Sé que hay urgencias políticas más importantes, que todo lo que se discuta va a estar sometido al marco teórico realista del cronograma electoral, pero hay preguntas políticas pertinentes, dilemas éticos que debemos plantearnos, con sumo cuidado, sin respuestas obvias de antemano.

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La Quinta Pata

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